sábado, 7 de mayo de 2016

Cuento- Rutina parte 1/2

RUTINA
luis m. vicente

El despertador sonó a las 5 de la mañana con su campanear apresurado de todos los días. En la habitación, sumergida en una oscuridad casi absoluta a no ser por la luz de la calle que se filtraba por entre las cortinas, surgió una sombra que golpeó el aparato con precisión, el cual dejó de sonar al instante. Luego la luz se encendió.


Jaín, un joven de veinte años, se levantaba para ir a estudiar. Desde hace tres meses hacía exactamente lo mismo, a excepción de los sábados y domingos, días en que descansaba de su rutina y visitaba a su familia; pero incluso esos días eran parte de su rutina, aunque semanal. Vivía sólo, en aquella casa que antes estuvo llena de ruidos y voces familiares, y en la que ahora había escasos muebles  que consistían en  dos mesas, unas sillas, una cama y un ropero, y cuya escasez no hacía más que ahondar el  vacío. Pero cada habitación conservaba, en el recuerdo de Jaín, su aroma particular y esto lo confortaba.

Él y sus hermanos crecieron ahí junto a sus padres. Hace cuatro años atrás sus padres decidieron dejar la casa y mudarse a otro distrito, a otro lugar donde habría más oportunidad de trabajo. Y se mudaron, dejando la casa a media construir, con los ladrillos aun a la vista y el piso falso desgastado de años de recuerdos. Jaín tuvo que volver a esa casa, ahora vacía, dejando a sus padres y a sus hermanos, pues esta casa estaba más cerca de la universidad, que aún así le resultaba lejos.  

Ya con la luz encendida volvió a sentarse en el filo de la cama y frotó su rostro como para salir de un trance. Trató de hilar las imágenes que tenía en su cabeza para recordar el último sueño del cual había sido obligado a despegarse; cada imagen se desvanecía en su mente una tras otra. Se resignó a olvidar. Se dirigió al baño, con la toalla envuelta en la cintura, decidido a tomar un duchazo. Mientras el agua fría recorría su cuerpo, sintió liberarse de una carga, de un espesor, de algo que parecía invitarlo a regresar a la cama.

Frente al espejo miro sus ojos.
-Mi rutina de siempre – dijo con satisfacción.

Otra vez en su cuarto se vistió con la misma muda de ropa del día anterior. Cogió de una silla su billetera, en la que tenía sus documentos, un papel en blanco y sus llaves. Cada día llegaba y antes de dormir vaciaba sus bolsillos dejando todo sobre la misma silla cerca de la cama. Luego sacó de un rincón del ropero, de debajo de su ropa, un billete de diez soles y lo guardó en el bolsillo más pequeño de su mochila. Seguir aquella rutina inalterable lo salvaguardaba de los aprietos en los que antes se había visto por culpa de su mente distraída.
Camino a la puerta observó su reloj.
      -5:20 que raro- se dijo a si mismo.

Se extrañó pues su costumbre era salir diez minutos más tarde. Y era extraño pues cada día hacía exactamente lo mismo y siempre le había tomado el mismo tiempo. En ocasiones había demorado menos tiempo y había esperado que fueran las cinco y media para salir de su casa, pero esos habían sido solo un minuto o dos, pero nunca diez. Meditó unos segundos esperando recordar lo que había dejado de hacer, pero fue inútil. No faltaba nada. Decidió no esperar. Salió.

En la calle el cielo había dejado ya el negro luto, ahora era de un azul profundo y misterioso. El canto de los gallos acompañaba, como un vals, los pasos de Jaín. Los gallos parecían discutir airadamente, cantaba uno y otro le contestaba y a su vez otro. El cielo estaba despejado haciendo adivinar que seria un día con un sol quemante. Jaín pensaba en la razón del canto de los gallos; uno cantó muy cerca. Levantó la mirada hacia el techo de una casa, el gallo agitaba sus alas de plumas negras, estirando el cuello delgado. Las largas plumas de su cola, le dio la impresión, se pintaban de un rojo escarlata.


Jaín caminaba mirando el cielo y las calles casi desérticas. Los desniveles de la tierra le permitían ver a lo lejos las casas bajo ningún orden, como muchos dados tirados al suelo por algún niño caprichoso. Muy cerca se veían también muchas casas incrustadas en los cerros, algunas seguras en base de concreto,  otras sobre pircas de piedra. Algunos perros solitarios dormían en los hoyos escarbados por ellos mismos, refugiados en la capacidad calorífica de la tierra. Un cachorro seguía a un metro de distancia a su madre, esta a su vez caminaba pausadamente deteniéndose en las bolsas de basura que algunas personas dejaran al frente de sus casas esperando que “tal vez hoy si venga el basurero”. Jaín los vio desaparecer en una esquina. Un hombre se acercaba a una casa, buscando las llaves en su bolsillo, se detuvo al ver a Jaín, él no le prestó atención. 

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